martes, 17 de noviembre de 2020

Relatos de lo insípido

 

El calor de la madrugada de verano se hizo presente en la transpiración de nuestras espaldas enfrentadas. Me dolía el hombro de tanto alejarme de su cuerpo en una cama ínfima, armada en el apuro de la borrachera en el living. Si hubiera tenido los mismos shots de tequila de la noche anterior para desayunar, dudo que mi garganta hubiera sentido algo. Me levanto y me siento al costado de la cama, lo veo moverse. Todo se mueve. Hace diez años que nos conocíamos y no era la primera vez que esto pasaba. En realidad sí, era la primera vez que sucedía de forma completa. Me levanté y fui al baño que estaba al fondo de la casa chorizo de pisos fríos y techos altos. Mirándome al espejo lavé el labial que se me había esparcido por toda la cara, mi cabeza se sostenía por un sable de sonido saturado que chillaba sin parar al ritmo de un regetón viejo. Me enjuagué la cara. ¿Me abrís?

No estábamos cerca del mediodía pero el calor en el subte ya era insoportable. La gente me miraba, miraba mi ropa con olor a alcohol, miraba mi pelo. Yo, miraba al piso para evitar el contacto pero tratando de recordar los pasos de la noche anterior. Yo quise ir, yo insistí a pesar de que no podía mantenerme parada. En el cuerpo sostenía todavía la tristeza de la monogamia pasada. Una sola persona me besaba, me cogía. El nuevo cuerpo me resultó ajeno, torpe. Habíamos tenido una historia de desencuentros adolescentes. Si me hubiera contado a mí misma esta noche hacía cuatro años atrás, hubiera estado emocionada. Pero si este es el sabor de la victoria, tiene gusto a poco. Sentada ya en el inodoro de mi casa, con una botella de agua en la mano, toda la noche había tenido ese sabor. El sabor de lo insípido, de la nada. Sabor de lechuga, acompañamiento inútil. Ni siquiera el sabor de la tristeza o la nostalgia que conocía bien. No había sentido nada. Estaba adormecida, entumecida. Mi corazón ni siquiera latía. Me tomé un Tafirol, limpié el rimmel negro a prueba de agua. Felices 27.