El calor de la madrugada de verano se hizo presente en la
transpiración de nuestras espaldas enfrentadas. Me dolía el hombro de tanto
alejarme de su cuerpo en una cama ínfima, armada en el apuro de la borrachera
en el living. Si hubiera tenido los mismos shots de tequila de la noche
anterior para desayunar, dudo que mi garganta hubiera sentido algo. Me levanto
y me siento al costado de la cama, lo veo moverse. Todo se mueve. Hace diez años que nos
conocíamos y no era la primera vez que esto pasaba. En realidad sí, era la
primera vez que sucedía de forma completa. Me levanté y fui al baño que estaba
al fondo de la casa chorizo de pisos fríos y techos altos. Mirándome al espejo
lavé el labial que se me había esparcido por toda la cara, mi cabeza se
sostenía por un sable de sonido saturado que chillaba sin parar al ritmo de un
regetón viejo. Me enjuagué la cara. ¿Me
abrís?
No estábamos cerca del mediodía pero el calor en el subte ya
era insoportable. La gente me miraba, miraba mi ropa con olor a alcohol, miraba
mi pelo. Yo, miraba al piso para evitar el contacto pero tratando de recordar
los pasos de la noche anterior. Yo quise ir, yo insistí a pesar de que no podía
mantenerme parada. En el cuerpo sostenía todavía la tristeza de la monogamia
pasada. Una sola persona me besaba, me cogía. El nuevo cuerpo me resultó ajeno,
torpe. Habíamos tenido una historia de desencuentros adolescentes. Si me
hubiera contado a mí misma esta noche hacía cuatro años atrás, hubiera estado
emocionada. Pero si este es el sabor de la victoria, tiene gusto a poco.
Sentada ya en el inodoro de mi casa, con una botella de agua en la mano, toda
la noche había tenido ese sabor. El sabor de lo insípido, de la nada. Sabor de
lechuga, acompañamiento inútil. Ni siquiera el sabor de la tristeza o la
nostalgia que conocía bien. No había sentido nada. Estaba adormecida,
entumecida. Mi corazón ni siquiera latía. Me tomé un Tafirol, limpié el rimmel
negro a prueba de agua. Felices 27.